Caminaba
directo al altar a recibir el cuerpo de Cristo y detrás del sacerdote vi el
sagrario, ese cajoncito donde guardan el pan consagrado. Llegó mi oportunidad. “Cuerpo
de Cristo ” me dijeron. “Amén”, respondí con una leve sonrisa. Confieso que me
alegra la vida el poder comulgar. Además, es un reto personal el mantenerme con
esa disposición.
Cuando
di vuelta para irme a sentar, en mi interior surgía una frase … “ahora soy el sagrario”. Me quedé estupefacto
ante tal afirmación. Quedé dándole vueltas a esta idea perturbadora mientras terminaba
la misa.
El
sagrario es el lugar donde se guarda a mi Señor. Frente al cajoncito, en todas
partes del mundo, miles de personas llegan a pedirle ayuda a Dios. Muchos
buscan paz, encuentran consuelo, plantean sus enojos, cuentan sus intimidades,
encuentran respuestas.
“Ahora soy el sagrario”. Esta frase
impactante resonaba en mi mente.
Uno solo
quiere estar en Cristo, reflejarle. Si el César acuñó su cara en las monedas,
yo quiero ser moneda donde Dios acuñe su cara. Ser rostro de Cristo. (Mateo 22,15-21)
Y
cuando leo lo que la Iglesia ha puesto en el Magisterio, entiendo que quienes
me rodean también hacen el esfuerzo para reflejar a Cristo, pero que Cristo
siempre se refleja en quienes me rodean.
Cada
buena acción que haga para hacer el bien, haciéndolo bien, es porque Dios, lo
mínimo que regala para lograrlo es amor.
Y en el
amor es donde uno puede compartir momentos para transformar angustias ,
guerras, enojos, preguntas. Uno realmente puede transformar vidas si se deja
acompañar por Dios.
Con el
regalo de Dios, uno puede ser el sagrario de Dios.